domingo, 1 de septiembre de 2013

Compartir Nº 141


Ateo cubano convertido a Cristo

VLADIMIRO ROCA fue hijo de Blas Roca, fundador del partido comunista
de Cuba, que le puso a su hijo el nombre de Vladimiro por su
admiración por Vladimir Illitch Lenin. Él nos cuenta su conversión:
Trabajaba en el comité estatal de colaboración económica y tuve acceso
a escritos que llegaban de la Unión soviética sobre el glasnost y la
perestroika. Allí se hablaba claramente de la violencia, que se había
producido en Rusia desde que Lenin tomó el poder. Entonces, me di
cuenta de que se nos decía una cosa y hacían otra. Esto me llevó a
analizar la situación cubana y me empecé a sentir mal. Me di cuenta de
los métodos que se usan para controlar a la gente y cómo se ejerce la
violencia.

Así empezó una lucha muy fuerte dentro de mí. Vi que tenía que buscar
un camino, pues aquello debía tener una solución… En esos días, trabé
amistad con un católico, que venía a mi casa y me hablaba de Dios. Un
día me dijo que fuera con él a la parroquia santa Rita… Estuve tres
horas hablando con Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Después tuve un
encuentro con Monseñor Jaime Ortega, antes de que fuera cardenal. Y
así me fui dando cuenta, a la luz de la lectura de la Biblia y con
mucha oración, de que Dios estaba conmigo y nunca me había abandonado.
Y empecé a ir a la iglesia para prepararme para hacer la comunión,
pero antes debía recibir el bautismo.

Para estas fechas ya me habían despedido del trabajo en 1992 por mi
manera diferente de pensar. En 1997 fui encarcelado con tres
compañeros (Marta Beatriz Roque, Felix Bonne y René Gómez) por pedir
democracia para Cuba y haber criticado al partido comunista… En la
cárcel seguí orando y me bauticé. Fue una ceremonia sencilla, pero muy
emocionante. Allí, la experiencia constante de Dios me permitió
soportar el tiempo de prisión. La celda era de 1,50 m. de ancho por
1,86 de largo. Me levantaba temprano y hacía mis oraciones. Leía las
lecturas de la Biblia de ese día y, cada vez que me sentía deprimido,
leía la Pasión del Señor. Fue una experiencia que me ha permitido
reconciliarme en un medio violento. He podido vivir en paz con los
presos y con las autoridades. Ahora sé que Cristo es el único camino y
quien me impulsa a buscar la reconciliación a través del amor.

Nuestro cuerpo: maravilla de perfección

El oído también es una maravilla de perfección. Un detalle curioso es
que el camino del sonido, desde la oreja o pabellón exterior hasta los
tímpanos, se halla protegido por una cera amarilla de sabor amargo,
para ahuyentar de manera eficaz a los insectos, que quisieran penetrar
en el interior. En el oído medio hay una cadena de huesecillos. El
primero de ellos es el martillo, que apoya su mango en la parte
interior del tímpano, golpeando a cada movimiento de éste el yunque,
que pone en vibración el estribo. Estos huesecillos hacen el papel de
palanca, es decir, acrecientan la fuerza y el valor de los movimientos
del tímpano al traspasarlos al interior. El huesecillo, llamado
martillo, cumple además la función de amortiguador y acomodador del
tímpano de acuerdo a la intensidad del sonido. En el oído interno, el
llamado caracol, es como un piano-arpa con más de 10.500 teclas. Y, en
cada tecla, hay una cuerda sensible, un hilo finísimo del nervio
acústico, que lleva su vibración al cerebro, donde producirá la
sensación auditiva. Como vemos, toda una maravilla. Ángel Peña.

Una luz roja titilante

En una misión de África del Sur, una tarde conversaban juntos una
madre con su hijo pequeño, que ya era catecúmeno y se preparaba para
recibir el bautismo en la misión católica. La madre le preguntó a su
hijo:
— ¿Por qué en la iglesia siempre hay una luz roja que brilla?
— Porque es la lámpara de Jesús, que está allí.
— Pero por la noche no hay nadie en la iglesia.
— Sí, mamá, allí siempre está Jesús, que nos espera y la lámpara nos
indica su presencia.

La madre se quedó pensativa y, pasado un tiempo, le comunicó al
misionero que ella también quería ser cristiana, y le dijo: ¿Ves
aquella luz roja? Todos los días la veía desde mi cabaña y parecía que
me llamaba. No quería hacer caso de esa llamada, pero no me dejaba
tranquila. Ayer quise visitar el pesebre de Navidad con mi hijo y allí
estaba la luz que me iluminaba. No he podido resistir más a la llamada
de Jesús. Quiero ser cristiana para amar a Jesús que me espera todos
los días en la iglesia.

Maravillas en los ojos de la Virgen de Guadalupe

En 1929, e1 fotógrafo oficial de la basílica de Guadalupe, Alfonso
Marcué, menciona que en el examen del negativo de la foto de la Virgen
se nota en el ojo derecho la figura de un hombre con barba. El 5 de
julio de 1938, Berthold von Stetten tomó las primeras fotografías a
color de la imagen. El 29 de mayo de 1951, el fotógrafo José Carlos
Chávez hizo el mismo descubrimiento que Alfonso Marcué. A partir de
entonces, unos veinte oftalmólogos mexicanos examinaron la imagen,
entre 1951 y 1960, y todos declararon unánimemente que los ojos de la
Virgen se comportan como los ojos de una persona viva: al proyectar la
luz de un oftalmoscopio sobre el ojo, el iris brilla más que el resto,
no así la pupila, lo que da una sensación de profundidad, pareciendo
que el iris fuera a contraerse de un momento a otro.
En una entrevista con el oftalmólogo doctor Rafael Torija Lavoignet,
que fue el primero que descubrió en los ojos de la Virgen el efecto
Purkinje-Samson, en julio de 1956, le preguntaron de qué color eran
los ojos de la Virgen. Y respondió: verde amarillentos; tienen un
verde cercano al marrón o al tono amarillento.
El efecto Purkinje-Samson sólo se da en personas vivas o en
fotografías, jamás en pinturas. Purkinje y Samson fueron dos
investigadores del siglo XIX que descubrieron que dentro del ojo
humano se forman tres imágenes del objeto que está viendo. En los ojos
de la Virgen de Guadalupe se encuentra un conjunto de imágenes
exactamente de acuerdo con las leyes que descubrieron dichos
investigadores y que eran desconocidas en el siglo XVI.

Vivía siempre contento con todo

Cuenta Cesareo, prior de Heisterbach, que cierto hermano cirterciense,
Aniano de Eberbach, si bien en lo exterior no se diferenciaba de los
demás, sin embargo, había llegado a tal grado de santidad que con sólo
el contacto de sus vestidos curaba a los enfermos. Maravillado de esto
su superior, un día le preguntó cómo obraba tales milagros. Respondió
que también él se maravillaba y que no sabía el porqué. Pero ¿qué
devociones practicáis?, le dijo el abad. El buen religioso contestó
que él nada o muy poco hacía, pero que siempre había tenido gran
cuidado de querer únicamente aquello que Dios quería…
— Ni la prosperidad, dijo, me levanta, ni la adversidad me abate.
Todas mis oraciones tienden a este fin: que su voluntad se cumpla
perfectamente en mí.
— Y de los daños, repuso el superior, que el otro día nos ocasionó
nuestro enemigo, quitándonos el sustento, dando fuego a la hacienda,
donde estaban nuestros cereales y ganados, ¿no sentís ningún
resentimiento?
— No, padre mío, respondió él, al contrario, di gracias a Dios por
ello, sabiendo que Dios todo lo hace o permite para su gloria y para
nuestro mayor bien y así vivo siempre contento por todo lo que sucede.
Después de oír esto, el abad, viendo en aquella alma tanta conformidad
con la voluntad divina, ya no se asombró de que hiciera milagros tan
grandes.

NB. Todos los artículos de  este “Compartir” se han seleccionado de
los libros del P. Ángel Peña (109). Es un autor interesante y bien
informado. Te recomiendo leerlos en; www.libroscatolicos.org
Gracias por tu visita!!!