martes, 4 de septiembre de 2012

Compartir Nº 129
 
Extraña curación de un drogadicto
El 20 de diciembre del 2000 Juan Pablo II aprobaba el milagro
atribuido a Juan Diego, el indio mejicano testigo de las apariciones
de la Virgen de Guadalupe en 1531. El hecho ocurrió el 6 de mayo de
1990 mientras el Papa beatificaba a Juan Diego y cambió para siempre
la vida del drogadicto Juan José Barragán Silva.
Tenia entonces Barragán 20 años y era consumidor habitual de marihuana
desde los quince. Aquel día, excitado bajo la influencia de la droga,
se apuñaló en presencia de su madre y se abalanzó hacia el balcón para
lanzarse al vacío. La madre le sujetó por las piernas pero fue inútil:
se deshizo de ella y se arrojó a la calle de cabeza. El balcón estaba
a 10 metros de altura, el joven pesaba 70 kilos, y el ángulo de
impacto de la cabeza con el suelo fue de 70 grados.

Ingresó aún vivo en la unidad de cuidados intensivos del Hospital

Durango de Méjico. Fue tratado por J. H. Hernández Illescas, neurólogo
de fama internacional y por otros dos especialistas que describieron
el caso como «único, sorprendente, inconcebible, científicamente
inexplicable».
Y es que tres días después, de repente y de forma increíble, Barragán
estaba completamente curado. No quedaron secuelas neurológicas ni
psíquicas, ni el más mínimo asomo de minusvalía. Esperanza, madre del
muchacho, dijo que cuando vio que su hijo se lanzaba por la ventana lo
encomendó a Dios y a la Virgen de Guadalupe y dirigiéndose a Juan
Diego le suplicó: «Dame una prueba, ¡salva a mi hijo!».

Juan Diego nació en 1474 y su nombre de pila era Cuauhtlatoatzin hasta

que junto a su mujer fue bautizado por el misionero franciscano Fray
Toribio de Benavente. El 9 de diciembre de 1531 Juan Diego vio a la
Virgen María en el cerro de Tepeyac. Nuestra Señora le habló en su
lengua nativa, el náhuatl, y de forma cariñosa le suplicó dijera al
obispo que levantaran una iglesia en su honor. Según la tradición
fueron cinco las apariciones, la última de las cuales ocurrió el 12 de
diciembre, día en que curó a su tío gravemente enfermo y en que ordenó
que llevara al obispo Zumárraga un ramo de rosas silvestres en su
ayate o tilma. Al desplegar el poncho ante el obispo la imagen hoy
venerada apareció impresa en el tejido.


La Virgen María se aparece a un judío

 El 20 de enero de 1842, en la iglesia de San Andrés “delle Fratte”,
en Roma, el judío de 27 años, Alfonso de Ratisbona, nacido en
Alemania, se convirtió al catolicismo en ese mismo momento. La
Inmaculada Virgen María, la misma de la Medalla Milagrosa, se le
apareció y lo envolvió en la gracia de Dios. Majestuosa y hermosísima,
irradiaba paz. Al verla, cayó de rodillas, comprendió su dulce
expresión de perdón y, a pesar de que la aparición no dijo nada,
sintió el horror del estado en que se encontraba, la deformidad del
pecado, la belleza de la religión católica, en fin, comprendió todo.
Quedó arrodillado, y llorando besó la medalla que tenía en el pecho:
era ella, la misma. Salía de las tinieblas a la luz por la infinita
misericordia de Dios. Una inmensa alegría inundaba su alma. Buscó un
sacerdote. Alfonso de Ratisbona fue bautizado y recibido en la Iglesia
Católica por el Cardenal Patrizi, once días después, el 31 de enero.
Fue ordenado sacerdote en 1847. Y dedicó toda su vida a la conversión
de los judíos.

Una semana antes, en Roma un amigo de infancia, Gustavo de Bussiéres,

le había ofrecido hospitalidad. Teodoro,  hermano de éste, protestante
convertido al catolicismo, le hablaba de las grandezas del
catolicismo, pero Alfonso le respondía con ironías y acusaciones
escuchadas con frecuencia.
—Bueno, le dijo Teodoro, ya que detestas la superstición y profesas
doctrinas muy liberales, ¿tendrías el valor de someterte a una prueba
inocente? —¿Qué prueba? —Que lleves contigo esta medalla de la
Santísima Virgen. Te parecerá ridículo, ¿verdad? Sin embargo, yo doy
un gran valor a esta medalla. A pesar de que le pareció una niñería,
aceptó, pensando en reírse después con su novia. Teodoro insistió en
que debía rezar una breve oración dos veces por día, el famoso
“Acordaos” de san Bernardo. Forzadamente y riéndose aceptó y la copió.
Esa oración se le grabó de tal manera que la repetía con frecuencia y
sin quererlo. La medalla y el dulce “Acordaos” prepararon su
conversión. Pocos días después se le apareció la Virgen María.

Antes de leer la Biblia

Dios, mi Padre bondadoso. Estoy rodeado
de ruidos y voces. Estoy cansado
de escuchar palabras sin verdad,
sin el calor de la intimidad personal,
sin la eficacia del amor comprometido.
Tú, Señor, me hablas con una Palabra nueva.
Por eso quiero escucharte.
Porque tu Palabra me muestra la verdad,
me revela la eficacia de tu amor,
me ofrece la participación en tu misma vida.
Dios, mi Padre, que tu Palabra
se haga carne en mi vida.
Te ofrezco un corazón pobre y abierto.
Siembra en mí tu Palabra,
que tu Espíritu la haga fecunda,
como en el seno de María,
la santísima Virgen y Madre de Jesús.
Y seré en el mundo el eco de tu voz,
la proclamación de tu Evangelio. Amén.

Para sanar ansiedades

Dios mío, mira mis nerviosismos, mi inquietud interior y pacifícame,
Señor, calma mi corazón perturbado, derrama en él tu paz divina. No
dejes que me llene de ansiedades y obsesiones, porque nada de este
mundo vale tanto, nada es divino.
Jesús, cura mi ansiedad con tu mirada paciente. Ayúdame a luchar con
paz y gozo, caminando firme, sereno sin prisas. Quiero trabajar bajo
tu luz, sabiendo que comprendes mis errores y que siempre puedo
empezar de nuevo. Porque tú tienes confianza en mí, me esperas, y
deseas que viva sanamente.
Contigo todo será para bien, aunque yo no pueda verlo. Aplaca mi
interior inquieto, seréname y pacifícame. Amén. (P. Víctor Fernández).
Gracias por tu visita!!!