domingo, 11 de julio de 2010

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Hoja formativa Nº100, abril 2010
Parroquia S. J. Bosco y S. D. Savio
Córdoba


El picapedrero descontento
Estaba un picapedrero cortando adoquines de una gran piedra, y cavilaba sobre la monotonía de su vida, cuando pasó, acompañado de un brillante cortejo, el Emperador en persona. Iba sentado en un elefante con dosel de oro, rodeado de ministros, soldados y cortesanos. El picapedrero quedó maravillado y exclamó, por lo bajo: —¡Quién fuera Emperador! En el mismo instante se vio transformado en Emperador. Era él el que estaba sentado bajo el dosel de oro, era señor de los hombres, y a un gesto suyo se inclinaban al suelo ministros y soldados.
Un día en una parada el sol calentaba con calor excesivo y el Emperador se enjugaba en vano su frente; se puso de mal humor porque veía que el sol era más poderoso que él y exclamó enfadado: —¡Quién fuera sol! En el mismo instante quedó transformado en sol. Estaba a sus anchas nadando en la bóveda celeste, y despedía tanto calor que los hombres y los animales iban jadeantes y se quemaba la hierba, y se agostaban las flores.
Esto divertía mucho al sol. Pero de repente una nube densa y negra púsose ante él. El sol lanzaba su calor, pero en vano. Los rayos no podían rasgar el tejido de la nube. Saltó de ira. y gritó: —¡Quién fuera nube! Y fue transformado en nube. Con desenfrenada furia dejaba caer sus aguas sobre la tierra: los arroyuelos y los ríos se hincharon; la corriente arrastraba las casas; los hombres se ahogaban; pero un gigantesco peñasco se mantenía inconmovible y desafiante en su puesto.
La nube exclamó con rabia: —¡Quién fuera peñasco! Y en peñasco se convirtió. Ya estaba satisfecho. Con orgullo seguía en su puesto y no le dañaba el ardor del sol ni la lluvia de la nube. Pero un día llegó el hombre y clavó un agudo pico en el seno del peñasco. Aquel hombre era más poderoso que él y exclamó: —¡Quién fuera picapedrero! Y en aquel momento se vio otra vez picapedrero, y quedó convencido de que lo mejor para vivir feliz, es contentarse con la propia suerte, sin envidiar a los demás.

Oración de las cosas
Señor, ayúdame a encontrarte más cada día por el sendero de las cosas. Dame ese sentido delicado que permite amar sabiamente a todas tus criaturas, comprenderlas y aceptar sus dulces y fuertes lecciones. Puesto que tú, Verbo de Dios, quisiste hacerte hombre, para parecerme a ti no tendré que ser menos hombre, sino más y más divinamente hombre.
Con la santa sencillez cristiana, querría pasear mi oración contigo, Señor, por todas las cosas de este mundo que es tuyo. Y en ellas te encontraré; porque no es demasiado difícil saber dónde estás; lo imposible es saber dónde no estás. Me acostumbraré a mirar con admiración, interés y agradecimiento el bosque y los trigos ondulados.
Escucharé el murmullo del arroyo y el canto del zorzal. Sentiré la frescura de la tierra recién arada y el perfume de los campos. Tocaré delicadamente la rosa que se abre y el fruto que madura. Aguzaré mis sentidos por la experiencia y la observación, para llegar también por ellos hasta ti, Creador del universo.

Comparte tus dones
Si tienes un regalo, no lo ocultes. Si tienes una canción, cántala. Si tienes talento, ejercítalo. Si tienes amor, bríndalo. Si tienes tristeza, sopórtala. Si tienes felicidad, compártela. Si tienes religión, vive y obra según ella. Si tienes una oración, dila a los cielos. Si tienes una palabra dulce, no la retengas.
Porque: todos tenemos regalos que podemos dar. Todos tenemos canciones que podemos cantar. Todos tenemos palabras melodiosas que podemos decir. Todos tenemos plegarias que podemos orar. Todos tenemos amor y alegría que podemos dar. Todos tenemos una vida feliz por vivir. Repartamos por el mundo lo que Dios nos dio para compartir.

Un juicio muy especial
En un despiadado día de invierno, un anciano tembloroso fue llevado ante los tribunales. Se le acusaba de haber robado un pan. Al ser interrogado, el hombre explicó al juez que lo había hecho porque su familia estaba muriéndose de hambre.
—La ley exige que sea usted castigado —declaró el juez—. Tengo que exigirle una multa de 50 pesos. Al mismo tiempo metió la mano en su bolsillo y dijo:
—Aquí tiene usted el dinero para pagar su multa. Y además —prosiguió el juez—, impongo una multa de 10 pesos a cada uno de los presentes en esta sala, por vivir en una ciudad donde un hombre necesita robar para poder sobrevivir. Pasaron una bandeja por el público, y el pobre hombre, totalmente asombrado, abandonó la sala con 500 pesos en su bolsillo.

Valora las personas
Marco Antonio Mureto (1526-1585), huyendo de Francia para librarse de sus enemigos, se puso a recorrer Italia, llevando por un tiempo una vida insegura, como un mendigo cualquiera. Había sido un prestigioso profesor y estudioso humanista pero ahora, completamente pobre y desamparado, cayó un día enfermo de gravedad en una ciudad italiana. Lo llevaron a un hospital para pordioseros y gente sin familia.
Los médicos que lo atendieron estaban discutiendo su caso en latín, sin imaginar que el paciente pudiera entender, y sugirieron que, ya que se trataba de un vagabundo sin valor alguno, podrían usarlo para sus experimentos médicos. Él los miró y les contestó en perfecta lengua latina: “No digan nunca que no vale nada un hombre, quienquiera que sea, por el cual Cristo murió en la cruz”.

San Francisco paseando
En un día lleno de sol san Francisco de Asís invitó a un fraile joven a que lo acompañara a la ciudad para predicar. Se pusieron en camino y recorrieron las principales calles, devolviendo amistosamente el saludo a quienes se acercaban.
De vez en cuando se detenían para acariciar a un niño o para hablar con alguno. Durante todo el paseo san Francisco y el fraile mantuvieron entre ellos una animada conversación. Después de haber caminado durante un largo rato, el fraile joven pareció inquieto y le preguntó a san Francisco dónde y cuándo comenzarían su predicación.
—Hemos estado predicando desde que atravesamos las puertas del convento —le replicó el santo—, ¿no has visto cómo la gente observaba nuestra alegría y se sentía consolada con nuestros saludos y sonrisas? ¿No has advertido lo alegres que conversábamos entre nosotros, durante todo el paseo? Si estos no son unos pequeños sermones, ¿qué es lo que son?

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